Honor y Gloria: Cuando un héroe cae, toda una nación sangra


Por: Emilio Gutiérrez Yance
En una carretera de Colombia, sobre el asfalto caliente, el aire se volvió denso con la emoción de un momento único, un susurro de dolor y esperanza que marcará para siempre el alma de quienes lo vivieron. Un policía y un soldado se arrodillaban juntos, con las manos alzadas al cielo. Allí, entre el calor de esa arteria vial y el eco de una nación herida, sus oraciones se elevaban como un susurro colectivo, mezclándose con el viento que parecía intentar consolar un país que siente y llora la muerte de cada miembro de la Fuerza Pública por las balas de odio y maldad.
Ellos no se doblegaron ante el miedo ni ante el odio. Se doblegaron ante la memoria de sus compañeros caídos, ante la vida misma que juraron proteger, ante el territorio que llevan tatuado en el alma.
Dejaban escapar lágrimas silenciosas. A su alrededor, los ciudadanos—aquellos que alguna vez los vieron solo como autoridades—ahora los miraban como hermanos, hijos, padres y madres. La barrera invisible entre ellos y el pueblo se desdibujó en un mismo clamor de respeto y esperanza.
Cada policía que camina nuestras calles, cada soldado que vela en la penumbra de nuestras fronteras, no solo avanza en su misión: carga consigo el sueño de una nación que se niega a ceder. Y cuando uno de ellos cae, no es solo un uniforme el que se tiñe de sangre; es el alma entera de Colombia la que se desgarra, dejando una herida abierta en el corazón de todos.
No hay palabras suficientes para nombrar la tristeza. No hay consuelo capaz de llenar el vacío. Pero ellos no cayeron en vano. No murieron en el olvido. Su sacrificio se ha sembrado en la memoria viva de un pueblo que, pese al dolor, se niega a rendirse. Cada oración murmurada entre lágrimas, cada bandera izada en su honor, cada vela encendida en una ventana solitaria, es un acto de amor y rebeldía contra el olvido.
Los asesinos quieren sembrar miedo. Pero en esta tierra, regada por sangre justa, germina otra semilla: la del coraje, la de la unidad, la de la promesa viva de un pueblo que no permitirá que le arrebaten sus sueños.
El señor general Carlos Fernando Triana Beltrán, director de la Policía Nacional, lo expresó con fuerza, con la voz templada por la fe y la convicción: «Con el apoyo de todo el pueblo colombiano los doblegaremos.» No fue un grito de guerra. Fue una promesa de justicia. Un eco que retumba en cada rincón de Colombia, recordándonos que ante la tragedia no respondemos con odio, sino con amor; no con derrota, sino con dignidad.
Hoy, cada colombiano que tiende la mano, que levanta su voz, que siembra bondad en su entorno, se convierte en un soldado de vida. Cada niño que pregunta «¿por qué?» nos recuerda que el sacrificio de nuestros héroes tiene un propósito: proteger el futuro.
En medio del dolor, aún resuenan las palabras del padre Diego Jaramillo Cuartas:
«Queremos expresar nuestra más sincera gratitud a los policías que día y noche velan por nuestra seguridad. Su dedicación y esfuerzo son faros en la oscuridad, guardianes silenciosos de la paz que anhelamos.»
Hoy, Colombia se viste de luto, sí. Pero también de coraje. Cada lágrima es una promesa de memoria. Cada suspiro, un juramento de vida.
Que el vacío que dejan no sea olvido. Que el dolor que sentimos no sea en vano. Que su sacrificio sea semilla de un país más justo, más fuerte, más humano. Porque un país que honra a sus héroes jamás será vencido.
Los nombres de quienes ya no están pertenecen ahora a la historia viva de un pueblo que se levanta sobre sus caídas, que no olvida, que siembra esperanza y libertad.